A la medianoche de la noche más helada del año llegó, súbita, violenta, la orden de formar. Aquella era la noche más helada de ese año y de muchos años, y una niebla enemiga enmascaraba todo.
A los gritos, a los culatazos, los presos fueron puestos de cara contra el cerco de alambre que rodeaba las barracas. Desde las torretas, los reflectores atravesaban la niebla y lentamente recorrían la larga hilera de uniformes grises, manos crispadas y cabezas rapadas a cero. Darse vuelta estaba prohibido.
Los presos escucharon ruidos de botas en carrera y los metálicos sonidos del montaje de las ametralladoras. Después, silencio.
En esos días, había corrido el rumor en la prisión:
-Nos van a matar a todos.
Marlo Dufort era uno de esos presos, y estaba sudando hielo.
Tenía los brazos abiertos, como todos, con las manos agarrando la alambrada: como él estaba temblando, la alambrada estaba temblando.
Tiemblo de frío, se dijo a si mismo, y se lo repitió; y no se lo creyó.
Y tuvo vergüenza de su miedo.
Se sintió abochornado por aquel espectáculo que estaba dando ante sus compañeros.
Y soltó las manos.
Pero la alambrada siguió temblando.
Sacudida por las manos de todos los demás, la alambrada siguió temblando.
Y entonces, Marlo entendió.
A los gritos, a los culatazos, los presos fueron puestos de cara contra el cerco de alambre que rodeaba las barracas. Desde las torretas, los reflectores atravesaban la niebla y lentamente recorrían la larga hilera de uniformes grises, manos crispadas y cabezas rapadas a cero. Darse vuelta estaba prohibido.
Los presos escucharon ruidos de botas en carrera y los metálicos sonidos del montaje de las ametralladoras. Después, silencio.
En esos días, había corrido el rumor en la prisión:
-Nos van a matar a todos.
Marlo Dufort era uno de esos presos, y estaba sudando hielo.
Tenía los brazos abiertos, como todos, con las manos agarrando la alambrada: como él estaba temblando, la alambrada estaba temblando.
Tiemblo de frío, se dijo a si mismo, y se lo repitió; y no se lo creyó.
Y tuvo vergüenza de su miedo.
Se sintió abochornado por aquel espectáculo que estaba dando ante sus compañeros.
Y soltó las manos.
Pero la alambrada siguió temblando.
Sacudida por las manos de todos los demás, la alambrada siguió temblando.
Y entonces, Marlo entendió.
Eduardo Galeano, El libro de los abrazos.
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